Como bibliófilo que es, no se permite el lujo de ser pesimista. Arranca despachando con rapidez los e-books, señalando que en los últimos años no se han registrado avances significativos (1, 2, 3, por nombrar lo que tengo más a mano), para a reglón seguido asegurar que el libro impreso tiene cuerda para rato (con lo que coincido), merced en parte a los --esta vez sí-- significativos avances en impresión bajo demanda. Este sistema ya permite formatos antieconómicos (libros de menos de 100 páginas) o destinados a nanopúblicos (menos de 500 lectores) ya que estos sistemas derriban en parte los límites tradicionales de número de páginas o de tirada para alcanzar la rentabilidad. Como además la cadena de distribución es editor-lector, con un único vector de transmisión que va a ser una empresa transportista B2C, el éxito debería estar asegurado.
No sé si va a tener éxito, pero desde luego es un avance muy sustancial. Mi problema, como podéis imaginar, es la displicencia con la que el gurú ha tratado a los e-books. La mejor forma de exponerlo es preguntarnos
¿Qué es un libro?
En el sentido más generalista y abstracto posible, un libro es un texto de una longitud mínima (digamos de 40.000 palabras en adelante), con uno o unos pocos ejes de articulación (temático, argumental, etc.). Marginalmente podemos considerar libro a una colección de textos más cortos, siempre que haya un motivo lógico y bien visible que articule su presencia en un sólo volumen (un recopilatorio de artículos o ensayos de un autor, una recopilación de entradas de diferentes autores respecto a un tema común, etc.). Otra característica básica sería su aperiodicidad: un libro tiene entidad independiente en el panorama bibliográfico, y no se le supone una continuidad periódica y controlada como es el caso de las revistas. Para evitar confusiones en lo que queda de texto, a partir de aquí utilizaré el término obra para referirme a este concepto ideal.
De hecho, una obra nace casi siempre de la misma forma en el siglo XXI: línea tras línea, párrafo tras párrafo en un editor, procesador de textos o procesador de documentos. Página tras página, semana tras semana, el autor va a desarrollando un argumento que terminará por llevar al lector a una conclusión (algo que jamás ocurre con las publicaciones periódicas). Una vez acabado el texto, el autor, editor o quien quiera que lo reciba le da un destino específico: queda como archivo electrónico o pasa a ser impreso en papel.
El libro, de hecho, es un invento medieval que aportó grandes mejoras a la transmisión del conocimiento comparado con los rollos de pergamino anteriores. La Torah es probablemente el ejemplo más elaborado de rollo de pergamino: como podéis ver, es bastante más incómoda que leer un libro y resulta mucho menos transportable, acumulable y apilable.
Cualquier configuración de PC, al menos de momento, no se ha revelado como un sustituto válido. Por más que aporte ventajas brutales (búsquedas dentro del texto, etiquetado, tamaños de fuente, etc.), estamos hablando de leer en pantalla y lo que llega a cansar eso la vista.
El libro en papel, por lo tanto, parecería tener salvaguarda su existencia, al menos en el futuro previsible. Es del tamaño adecuado (entre DinB5 y DinA5), y colabora muy eficazmente para que el acto de lectura sea cómodo y disfrutado.
Sin embargo, un libro en papel ocupa espacio y tiene masa. Tienes que matar árboles para que salga a la luz. Es extremadamente difícil que lleves más de un libro o un par a lo sumo al trabajo, sobre todo si usas transporte público. Te tienes que aguantar con la edición que haya decidido el editor según sus necesidades: tamaño de letra, márgenes, etc. Y tienes que asumir tanto los costes de impresión y producción como los de su distribución, más lo que añadan de extra los pocos y muy rapaces supervivientes del panorama editorial español: no hay casi nada parecido a las ediciones económicas anglosajonas.
El problema que podemos tener una parte de la ciudadanía consiste en que, debido a nuestra educación, los lectores hemos ido desarrollando una escala de valores subjetivos respecto al libro: "me puede el tacto del papel". Es lo suyo, nos hemos criado en un entorno en el que el libro era la única opción. Además, el libro ha sido el cimiento de todo nuestro ciclo educativo, del trabajo de unos y del ocio de otros.
Hasta ahora era inevitable confundir a la obra con su vector, el libro impreso en un conjunto de páginas dinA5-dinB5. Lo esencial de un libro es insustituible: su lectura cómoda para la vista y de ahí el aprovechamiento y digestión de su contenido. Lo podemos anotar y subrayar (si no es prestado). Pero habría elementos que lo harían aún más útil - un sistema de recuperación por etiquetado, un buscador.
Merholz no ha superado esa identificación errónea de la obra, con su vector, el libro impreso. Y no le culpo, porque las alternativas no son todavía populares. Pero están ahí, y aportan la misma base que los libros de papel con algunas mejoras:
- transportabilidad - quién carga con 300 manuales y novelas en su mochila?
- legibilidad - tamaño de letra
No creo que el libro impreso desaparezca durante nuestra generación. Hay libros con los que tenemos una fuerte vinculación emocional y necesitamos su tacto y manejo. Pero el resto de obras que necesitamos (manuales, monografías) y/o usamos y olvidamos (e.g. una novela entretenida pero que jamás volveremos a leer) terminará por abandonar el papel.
Sucederá, y beneficiará al ciudadano y al autor. Pero veremos qué pasa con las editoriales, especialmente con aquellas con prácticas rapaces.
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